ANDROPAUSIA (siete sonetos)

pensador rodin

1

Si pasando los cuarenta

ya te asalta la andropausia,

y la edad ya te desahucia

la más joven cornamenta,

y el espejo es una chanza

que te pone en duro brete:

donde había un mozalbete

ahora muestra un sancho panza,

y te pesan ya los años

y el badajo no se empina

como se empinaba antaño,

¡no me seas carcamal!

Deja en paz a la vecina,

¡y sé más digno, chaval!

2

Conducir un deportivo,

ajustar los pantalones

(que se noten los cojones):

sentirás que estás más vivo.

Flirtear con veinteañeras,

sonreír impunemente

y rayando lo indecente

estudiarle bien las peras.

¿Pero hablar sobre el asunto?

Eso el mito lo prohíbe,

pues un hombre no concibe

desahogar su frustración.

¡Eso es de maricón!

No has de hablar de esto y punto.

3

¿Y por qué será que un hombre

a explayarse no se atreva,

escapando de su cueva

sin que a algunos eso asombre?

¿Es que a un hombre está vedado,

no ser ya una plañidera,

sino al menos que pudiera

descargar de lo tragado?

Reprimida la mujer

como el hombre en su doler.

Reprimidos ambos son.

El machismo tiraniza

y ambos sexos paraliza.

Es la misma la prisión.

4

Macho ibérico, no puedes

bajar nunca esa, tu guardia,

así sufras taquicardia

compostura guardar debes,

ceño prieto, mueca dura

cual estatua de soldado

que se enfrenta así a su hado

arrostrando la aventura.

A quejarte no te atrevas,

y del sitio no te muevas

aunque estén lloviendo balas.

Cuando muerto, tu epitafio

quizá diga algo muy zafio:

“DE SER NECIO HICISTE GALAS”

5

¿Y ahora? ¿Quién te llora?

¿Quién tu ausencia se lamenta

si jamás te diste cuenta,

hasta que llegó tu hora,

que cerrado el corazón

al humano sentimiento

provocó envilecimiento

y del resto la escisión?

Si a vivir volver pudieras,

¿vivirías diferente,

más cercano a esa, tu gente?

Meditarlo ahora debieras,

pues tu Yo aún no se ha disperso:

fue tan sólo broma en verso.

6

Ya que aún no estás deceso

que estás vivo que se vea,

grita y llora y patalea,

que es señal de tener seso

desahogar el sentimiento

que, enquistado, te envenena

y la vida te la drena

del tejado hasta el cimiento.

No lo tomes por rutina,

pero un día a la semana

no será cháchara vana.

No hay verdad que te defina,

que al vivir la vida a diario

no es el tiempo tu adversario.

7

No ha de ser ningún dolor:

te haces viejo, es ley de vida.

Si lo niegas es herida

que avergüenza al portador.

Si fluyendo con natura

bien lo aceptas, al contrario,

tornarás mucho más sabio.

Esto es cosa segura.

Todo tiene su momento,

todo tiene su lugar,

todo fluye sin cesar.

En eterno movimiento

todo viene y todo va.

Estar vivo bastará.

CITA PERFECTA

CITA PERFECTA

Se pasó toda la tarde preparándose, ilusionada como una quinceañera.

Eligió sus mejores galas, se maquilló concienzudamente e intentó poner un poco de orden en el rebelde amasijo que desde su más tierna infancia había sido su pelo.

Se introdujo en el vestido por lo pies para no volver a alborotarse esos cabellos que tanto le había costado domar a duras penas.

Se calzó los zapatos de tacón, no muy altos, porque a su edad ya no estaba para andar haciendo equilibrios…

Su edad…

De repente, como un relámpago caído del cielo le vino la revelación: ¿A dónde iba ella, vieja patética, a sus 67 años, como si fuera aún una mozalbeta?

Ese peso se le vino encima tan pesado como la conciencia de la losa de mármol que pronto descansaría bajo su lápida.

La embargó una tristeza infinita como un mar de nubes grises que cubriese toda luz, que lo anegase todo de tinieblas, que hacía olvidar los rayos del sol y su calor al incidir sobre la piel, hasta el punto que lo olvidó incluso a él.

Se sentó con ganas de llorar aunque supiese que ya no le quedaban lágrimas, a punto de rendirse a la evidencia, cuando de repente sonó el timbre de la puerta.

Era él, precisamente en ese momento, no antes ni después, él, ahí estaba.

Venía hecho un pincel.

A sus setenta años aún conservaba sus maneras de joven galán, pero, al contrario que en ella, el efecto no resultaba patético, sino admirable – o, al menos, así se lo parecía a ella, que siempre se deshacía en suspiros cada vez que lo veía –

Él le mostró la mejor de sus sonrisas, encantadora como fue siempre, limpia, amable, generosa con todo el que quisiera corresponderle.

Y sonreía a pesar de haberse percatado de que ella no estaba en su mejor momento.

Y su sonrisa era sincera, pues no comprendía porque una mujer tan sumamente atractiva podía tener dudas de su propia belleza, pues, cuando la miraba, no la veía como una anciana de sesenta y siete años, sino como la mujer perfecta que siempre había sido, y que siempre sería.

Pero su propia incomprensión no quebraba el encanto de su sonrisa, sino que lo acrecentaba.

Así que, sin dilación, no le permitió que siguiera por esos derrotistas pensamientos.

La cogió del brazo y la obligó a salir, tal y como llevaban días planeándolo, como dos adolescentes que anhelaran ir a un baile prohibido.

Ella no las llevaba todas consigo. – Es un hombre muy atractivo… ¿Por qué se habrá fijado en una pobre vieja como yo? –

En esos pensamientos andaba ella sumida, caminando automáticamente, sin pensar, casi colgando sin fuerzas, sin vida de su brazo, notando como a cada paso le pesaban más los pies, casi arrastrándolos.

Hasta que, de repente, al doblar una esquina, justo de frente, en la luna de un escaparate vio el reflejo de dos jóvenes que se acercaban agarrados como dos enamorados.

Ambos eran hermosos, y sonreían con sana prodigalidad, lo que los hacía aún más hermosos. Y ella sonrío para sus adentros, porque repentinamente se percató de que esos jóvenes eran ellos dos, cogidos del brazo, de camino a su cita perfecta.

Y volvió a recuperar su compostura.

Y con ella, su lozanía, su belleza, su juventud, que siempre estuvieron en ella, aunque por un breve lapso de tiempo dejara que las nubes grises de la vejez la conquistaran

Pero aquello no fue más que una batalla perdida: al final consiguió ganar la guerra, que es lo que cuenta.

Y se dio cuenta de que la guerra contra el tiempo no es más que una guerra que libraba dentro de su propia mente, puesto que el tiempo, en realidad, no existe: no existe un ayer, no existe un mañana, siempre es el momento presente.

Y todo volvió a ser perfecto entre ellos una vez más.

PACTO CON EL DIABLO

Aviso para los corazones sensibles: este relato es lo más espeluznante que jamás haya salido de imaginación humana. Para escribirlo tuve que descargar en mi pluma todo mi odio y todos mis sentimientos negativos, y tener una voluntad de hierro para no sucumbir ante lo espantosamente abismal que, en mi insensata osadía, me estaba atreviendo a describir con palabras que me fueron dictadas sin lugar a dudas por algún espíritu oscuro que, desde ese día, ha invadido mi vida y ya nunca jamás me dejará descansar en paz. Avisados quedáis aquellos que en la lectura de estas letras malditas libremente os adentréis.

demonio

Había dedicado mi vida por entero al vicio y al fornicio. No había pecado en el que no me hubiera revolcado con placer, salvo el de la pereza, pues consideraba que pocas eran las horas que tenía el día como para andarlas perdiendo en el sueño. No estaba en la cama más que lo justo para levantarme descansado y listo para la siguiente ronda de pecados. Y si me quedaba en el lecho, no era para dormir, precisamente. Ya me entendéis. Las noches transcurrían de juerga en juerga, de borrachera en borrachera, de orgía en orgía. Y más de una vez me sorprendió el alba en plena partida de cartas, o jugando al ajedrez sobre la extraña geometría de la espalda de alguna dama de sospechosa reputación. Mas, como la juventud no ha de durar siempre, y las fuerzas han de ser por fuerza finitas, heme aquí que en un momento determinado comencé a temer que no pudiera aguantar ese ritmo durante mucho más tiempo. Pero no estaban mis temores fundados en esos relatos de mojigatos que, después de coquetear con el desastre, sienten una punzada de beatitud en el alma y se arrepienten de todos los pecados cometidos para que dios los acoja en su seno cuando les llegase la postrera hora. No, no era yo de esos. A mí me daban igual la beatitud y la santidad. No deseaba yo ser salvado, ni el eterno descanso de mi alma en la gloria de ningún dios. En absoluto. Lo único que deseaba es que no me fallaran las fuerzas en mi afán de exprimir la vida al máximo, y que si me encontraba la parca, me encontrara en plena diversión. Así que, como tan de moda estaba en mi época, invoqué al diablo con objeto de hacer un trato con él, un pacto por el cual él se llevaría mi alma.¿Y qué me daría a cambio? De mi boca, en la reunión que ambos mantuvimos, sólo salieron siete palabras, ante las cuales sonrió, con su tan reconociblemente maléfica sonrisa, me dijo que no había ningún problema al respecto, y materializó entre sus manos, en un “tour de passe” de llamaradas y humo, un pergamino con un contrato escrito, el cual yo debía firmar con mi sangre. Todo muy normal, tal y como lo había leído una y mil veces en las novelas románticas tan en boga por aquel entonces. Y las siete palabras que de mi boca salieron fueron las siguientes: “no quiero volver a aburrirme nunca más”. Maldito demonio. En mala hora me embaucaste con tus tretas y tus malas artes. No había pasado apenas una hora desde nuestro infernal encuentro, cuando tropecé por casualidad con una señorita de la que quedé automáticamente enamorado. No sé cómo ni por qué pudo suceder tal cosa, pues siempre había sido yo inmune a los estragos del amor. No me cabe la menor duda de que el diablo tuvo algo que ver en todo este embrollo. Y la muy desgraciada no tuvo mejor idea que la de enamorarse ella también de mí a su vez. Así que, como dos tortolitos, paseamos cogidos de la mano declarándonos nuestro mutuo amor. Y como no hay amor novelesco que se precie que no acabe en boda, pues que casándonos como está mandado que hubimos de acabar. Y sí, “acabar”, no encuentro mejor palabra para definir mi vida desde ese momento. Pues resultó que mi recién estrenada y amada mujercita no sólo era tremendamente fértil, sino además proclive a los partos múltiples. Quintillizos tuvo en su primer parto, mientras yo no salía de mi asombro viendo semejante ejército saliendo de su útero, dispuesto a sitiar mi vida. Desde ese día es cierto que ya nunca más he vuelto a aburrirme: no tengo tiempo. Ya no duermo, pero no porque ande de parranda como hiciera antaño, sino porque me paso toda la noche preparando biberones, cambiando pañales y meciendo por turnos a unos y a otros. El día me lo paso por entero trabajando de sol a sol para pagar la gran multitud de facturas que se acumulan de los gastos derivados de la manutención de semejante prole. En este mi nuevo estado, rogaría a dios que me llevara pronto, para poder descansar en su seno. Pero me sería inútil, pues bien sé que dios me ha abandonado, y que el diablo me concedió también, junto con mi mujer y mis hijos, una salud de hierro y una vida longeva para que pudiese “disfrutar” de su “regalo” hasta el fin de mis días, que aún quedarán muy, muy lejanos. Y mientras tanto, voy penando, “agradeciendo” al diablo haberme concedido mi deseo: no quiero volver a aburrirme nunca más”. Y es que hay que tener mucho cuidado con lo que se le pide al diablo.

MORALEJA: Los deseos, una vez cumplidos, muchas veces no resultan tal y como esperábamos que fuesen.

LA HISTORIA DE LA MUSA QUE, AL FINAL, RESULTÓ NO SER TAL

 

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No quiso el hado que la viera, sino de lejos,

si acaso en una luna su traslúcido reflejo

como de mi propio deseo el negro espejo,

cincelado en la sombra de mi entrecejo.

Un segundo la vi, tan sólo un segundo,

y en seguida sentí todo el amor del mundo

que manaba como lava de lo profundo,

poderoso metal que en mi fragua fundo.

Era su figura reflejada sensual y hermosa,

una sombra etérea como una soñada rosa,

medio de lado, sólo su silueta poderosa

logré atisbar, más como verso que como prosa.

Sé que no era real, que ella no existía,

que sin duda alguna inventádomela había,

que de raciocinio su existencia carecía,

mas aún así, juré que habría de ser mía.

Perseguila infructuoso por multiples eones,

cantele desesperado todos mis mejores sones,

más ella negose a ofrendarme sus dulces dones.

Sin duda acabó de mí… ¡hasta los putos cojones!

pues espetome a la cara un día: tío, no seas plasta,

no eres Rubén Darío, así que de ésto, ya basta,

no me agobies con tanto poemita entusiasta.

Si me deseas, dilo claro, que yo soy de otra pasta.

Y resultó mi musa al final ser una mujer muy real,

una sexy y cachonda y siempre dispuesta mujer fatal

que me enseñó aquel feliz día una lección capital:

a veces ser sencillo y directo en la vida es fundamental.

Las visitas

Estas palabras del compañero Jag han podido conmigo, así que, con su permiso, las reblogeo.

Jag

Llegamos a la etapa de la vida que no nos dan, sino que nos quitan.
Ayin

Olvidamos el afán por salir corriendo cuando sonaba la campana para descanso y encontrarnos con nuestros amigos, o de hacer corrillo a la hora de la salida con el pretexto de acompañarnos a nuestras casas.

Olvidamos también las tediosas visitas a la casa de una tía que siempre lograba avergonzarnos sin motivo. Y los familiares que siempre aparecían armando paseos con más familia de la que podíamos contar, de quienes sólo sabíamos que se sorprendían por vernos crecer.

Nos acostumbramos a prometer visitas y mandar saludos, de igual manera cumplimos con traer saludos y no esperar visitas. Nos acostumbramos a vivir en casa y llamar de vez en cuando, el mundo se encargó de unirnos en lo virtual y separarnos en lo físico.

Ahora no esperamos visitas, ni queremos hacerlas. Nos acostumbramos a sentir…

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EN EL DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

Estos versos son tan exquisitos, tan sublimes, y tan hermoso es el homenaje que rinden a nuestros queridos libros y el alma que contienen, las palabras, que no compartirlo sería, si no un delito o un pecado, al menos sí un una falta moral, estoy seguro. Espero que los disfruten tanto como los he disfrutado yo leyéndolos.

DESDE MI VENTANA

CERVANTES Y EL QUIJOTE. Soneto inglés en alejandrinos.

Se le debe a don Miguel de Cervantes Saavedra,
el eximio autor de don Quijote de la Mancha,
haber puesto con él esa primera piedra,
y gracias a la lengua, fue Castilla más ancha.

Ya nuestro idioma lo hablan millones y millones
de personas que viven en varios continentes
y en él se comunican y estrechan relaciones,
por mor de hablar igual, aunque son diferentes.

El libro ha dado fama, por cierto merecida,
a este insigne escritor, el más cabal sin duda
y hoy el mundo celebra, será ya de por vida,
este Día del Libro, pidiendo que á él se acuda.

De los Ingenios Príncipe, Cervantes fue un ilustre
y noble caballero que a las letras dio lustre.

DON QUIJOTE Y ROCINANTE (Contimuo).

De fama es el caballo Rocinante
que llevara a su lomo al justiciero
jinete al que conoce el…

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EL HOMBRE QUE MORDIÓ AL PERRO

 

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TITULAR DE LA PRENSA DE ESTA MAÑANA:
Esta mañana ha tenido lugar un suceso insólito en una céntrica calle de la ciudad que ha dejado atónito a todo aquel que ha podido presenciarlo.

Un hombre ha agredido a un perro, propinándole un feroz mordisco en una oreja, que a punto a estado de hacer que la pierda. El dueño del animal, después de haber presentado la debida denuncia en la comisaría más cercana, ha llevado a su mascota a vacunar, porque según parece, el agresor bien pudiera tener la rabia, aunque esto aún no se sabe con certeza. – No deberían dejarlo salir a la calle sin bozal – declaró a este periódico el airado ciudadano.

En cuanto al cánido atacante, la policía descarta la posibilidad de que lo hiciera por hambre, pues según todos los indicios, parece ser que había desayunado bien y hacía poco tiempo. Se desconoce pues el móvil de los hechos, por lo que las investigaciones seguirán su curso mientras el detenido pasa a disposición judicial.

 

LA VERSIÓN DEL ATACANTE, PENSADA EN PRIMERA PERSONA:
Iba por la calle, caminando sin saber a donde, mientras en mi cabeza le daba vueltas y más vueltas a la cuestión. No sabía cómo iba a pagar el alquiler de este mes, pues con mi suegra enferma, sin trabajo desde que me habían sustituido como contable de la empresa por una computadora, sin muchas posibilidades de encontrar un nuevo puesto de trabajo a mi edad, y con cuatro hijos que mantener, que además comían como lobos, el asunto no estaba nada fácil.

¿Acaso nos íbamos a ver todos en la calle durmiendo? No podía permitirlo, pues tan sólo de pensarlo me daban ganas de gritar de rabia y frustración. Pero, ¿cómo solucionar esto? ¿Acaso atracando un banco…? No, no podía ser. Siempre he sido muy gafe y muy torpe, y seguro que acabaría pegándome un tiro en el pie yo mismo. Entonces, ¿qué hacer? ¡Dios mío, ilumíname, por favor, estoy desesperado! ¡Muéstrame el camino!

A todo esto le iba dando vueltas en la cabeza, cuando la respuesta a mis plegarias llegó… en forma de caca de perro. Pisé una, resbalé, y caí sobre ella. Para colmo de mis males, encima esto. Durante unos segundos, odié a todo el mundo, odié a la vida, a la gente, a las ciudades llenas de mierda, pero sobre todo, por encima de todas las cosas, odié a todos los perros de este planeta, y los hubiera matado a todos de tenerlos en mis manos. Ellos no tenían preocupaciones, no tenían que pagar agua, luz o alquiler, les daban la comida sin que tuvieran que hacer nada a cambio, tenían donde dormir, continuamente les estaban rascando y acariciando detrás de las orejas, y encima hacían caca en donde les venía en gana. Y mientras tanto, yo llevando una miserable “vida de perros”. ¡Ja! Ya hubiera querido yo en ese momento cambiarme por los adorables caniches de la marquesa de turno que siempre sale en las revistas del corazón. ¡Era intolerable! De buena gana le hubiera arrancado la oreja a uno de un mordisco. Eso me desahogaría, sí, desahogaría toda mi rabia. Vería en él al jefe de mi empresa, a mi “querida” suegra, a los gorrones de mis hijos, al vecino del quinto, con el que mi mujer coquetea todas las mañanas, al del tercero, que tiene un perro que se pasa toda la noche ladrando y no me deja dormir, a todos los perros del mundo, que andan cagando libremente por las calles, y a todos ellos les arrancaría la oreja de un mordisco. Sí, era una idea maravillosa. Así todos conservarían mi marca en sus orejas, y este maldito perro mundo no volvería nunca más a reírse de mí.

 

Y LA VERSIÓN DEL ATACADO, TAMBIÉN PENSADA EN PRIMERA PERSONA:
Nunca le he hecho daño a nadie. Me gusta jugar. Cuando hablo, siempre lo hago con buena intención, buscando juego, aunque no todos comprenden mi lenguaje, a veces sucede que piensan que estoy enfadado, cuando en realidad sólo te estoy pidiendo que me hagan caso. Cuando salgo a pasear, me gusta conocer a otros como yo, correr, saltar, brincar, revolcarme hasta no poder más, y acabar jadeante y feliz. Nunca cruzo la carretera sin permiso del hermano mayor de mi clan, que camina sobre sus dos patas traseras, me da de comer, me hace cosquillas detrás de la oreja y me tira palos para que vaya a buscarlos. Yo no entiendo por qué los tira lejos si quiere después que se los traiga de vuelta. Pero como él manda, yo obedezco. A veces marco mi territorio donde no debo, y él se enfada. Pero nunca es muy severo. Su castigo no pasa de un gruñido, y yo agacho la cabeza y las orejas, y él sabe que no tiene que pasar de ahí. Entonces vuelve a rascarme detrás de la oreja, y la vida vuelve a ser sencilla y feliz. Hasta el otro día. No sé por qué, un perro de esos que camina erguido sobre sus dos patas traseras, sin venir a cuento de nada, me mordió la oreja. Sin ningún motivo. No entendí por qué. Yo no le había hecho nada. Estaba a la mía, corriendo detrás una pelota o una ardilla o un lagarto, o quizá olisqueando traseros, ya no me acuerdo, cuando, de repente, se lanzó sobre mí con los ojos rojos y enseñando los dientes y me mordió la oreja. Me dolió mucho, y mi quejido se escuchó en todo el territorio. Por suerte, el hermano mayor de mi clan estaba cerca y salió en mi defensa, como es la obligación de un hermano mayor. Aunque no me gustó ese perro que camina erguido sobre sus patas traseras, ese que me mordió, me siento feliz de compartir el territorio de mi hermano mayor. Sé que no todos los perros que caminan erguidos sobre sus dos patas traseras son como aquél malo y gruñón que me mordió.

 

MORALEJA:
En toda historia siempre hay más de una versión.

EXTRAÑAS AMISTADES

tela de araña

«Abrázame», le dijo araña a la mosca, «que estoy necesitada de cariño, pues desde que me comí a mi esposo estoy sola en el mundo».

¿Y qué creeréis que pasó? Pues que la mosca fue y un abrazo a la araña le dio.

Pero, inexplicablemente, en este caso ninguna de las dos murió.

Ambas a su propia naturaleza inexplicablemente sobrevivieron.

Hoy, mucho tiempo después del suceso, ya son viejas amigas que se reunen cada martes para tomar el té, y conversar sobre su extraña amistad.

La araña le cuenta a la mosca qué fue lo que falló en su vigesimoquinto matrimonio, y por qué también tuvo que comerse a ese marido.

La mosca, a su vez, le cuenta que encontró un excremento de aroma exquisito en el cual le place retozar, haciéndola extremadamente feliz y no necesitando nada más de la vida.

Y así, esa larga eternidad se prolongó… Al menos durante 24 horas más.

¿Dije acaso que mucho tiempo más había durado su amistad? Por supuesto, pues el tiempo es relativo.

En cuanto a lo de que se veían cada martes, ¿quién sabe cómo organiza una mosca su díptero calendario? Yo tan sólo lo he transmitido tal cual me lo contaron a mí…

¿Y que quién me lo contó? Pues una mosca precisamente fue, que ella a su vez de otra lo escuchó.

ELLA ERA MAR

mar

Siempre buscaba amantes honestos, no con ella, sino con sus propias imperfecciones, porque de hecho jamás le importó un carajo la perfección.

Nunca fui perfecto, y siempre me importó un carajo mi propia imperfección, y por eso ella me eligió, sin ni siquiera preguntarme si yo también quería.

En un principio mi orgullo de macho ibérico me espetó a gritos que no podía ser, que debía ser yo quien tomase el control de la situación.

Pero la primera vez que la vi desnuda me quedé irremediablemente sordo, y ya no volví a escuchar nunca más ni a mi ego ni a mi voluntad.

Su belleza era tan natural que era imposible no amarla como se ama el mar, su temperamento era tan impredecible que era imposible no temerlo como se teme el mar.

Ella era mar, era agua que te empapaba y sal que te escocía en los ojos, y te los dejaba irremediablemente rojos.

Ella era mar, y siempre estaban sus olas chocando contra mis rocas, deshaciéndolas lentamente por acción y efecto de una erosión constante.

Ella era mar, y resultaba imposible saber por dónde irían sus corrientes submarinas, ni cuándo levantarían una tormenta con violencia

que zarandease mi pequeña y humilde barca en medio de tanta y tanta inmensidad oceánica que me hacía sentir perdido y diminuto,

y, de pronto, todo se calmaba, y su superficie volvía a ser otra vez de un pulido azul, tranquila, refulgente de un sol que secaba mis mojados huesos.

Al final, por la práctica y la costumbre, acabé habituándome a navegar por sus aguas, a sobrellevar sus huracanes,

me hice un experto conocedor de su acuática cartografía hasta el punto que grabé en mi memoria cada una de sus playas y sus acantiladas orillas,

me convertí en un experto marinero que controlaba el timón y las velas de mi barca para llevarla hacia las aguas más seguras,

al tiempo que aprendí qué debía hacer para evitar con pericia los escollos que se escondían bajo la aparentemente tranquila superficie,

para leer las señales que auguraban un cambio en el viento, o unas nubes lejanas presagiando tormenta, o incluso una calma inusitada que deshinchara mis velas.

Y, cuando ya había aprendido todo eso y más, cuando ya me había convertido en su particular viejo lobo de mar, un día me abandonó, así, sin más.

No me dio mayor explicación, aparte de decirme que sentía la necesidad de que sus aguas regaran otras playas, que otros barcos surcaran sus aguas,

que ya se había cansado de estar siempre en el mismo lugar, y que debía marcharse siguiendo su propia corriente, para que sus olas pudieran romper en otras rocas,

todo lo cual, para ella, ya eran incluso demasiadas explicaciones: tantas palabras bien hubieran podido ser un manual de uso de un electrodoméstico cualquiera.

Y no me extrañó en absoluto, ni le reproché absolutamente nada, porque a esas alturas ya la había comprendido absolutamente del todo.

Ella era mar, y el mar es indomable, el mar no se puede contener en una botella. Es uno el que debe entregarse a él, y no él a uno, porque él es la libertad más absoluta.

La vi marchar, y me dejó sabor de salitre en los labios y escozor en mis ojos rojos, y la piel más ajada que cuando llegó el primer día.

No obstante, siempre le agradeceré que en sus aguas fue en donde me gradué como marinero experto, y la que antaño fuera una humilde barca,

hoy ya se ha convertido en un precioso y excelso navío, del cual sólo yo llevo el timón, pues soy tanto toda mi tripulación como mi propio capitán.

Ya muchos años han pasado desde que la conocí, y el tiempo ha hecho presa en mí, y hace ya mucho que a navegar no salgo,

pues mis viejos y doloridos huesos ya no soportan el vaivén de las olas, y pareciera que a quebrarse fueran cuando mi nave zozobra.

Mas, no obstante, incluso en la relajada placidez de mis años canos, hay días en que su recuerdo inevitable me moja las manos,

y una ola de mi memoria me asalta inesperada y me deja irremediablemente empapado de su olor, amargo y salado,

y me siento otra vez joven, impetuoso, capaz de navegar los siete mares de su cuerpo, de hundirme en las turbulentas aguas de su siempre insatisfecho deseo.

Mas mi rumbo extravié, y las cartas de navegación perdí, y hoy en día ya no sabría volver a encontrarla en la inmensidad del ancho mundo.

Y me tengo que a mí mismo consolar en mi ajada soledad, rememorando impetuoso aquellos años mozos en que mi quilla hendía su cuerpo.

No obstante, después de alcanzar el extasiado espasmo, me miro al espejo, y tal cual soy otra vez me veo: viejo, solitario y varado ,

esperando en oscuro astillero a que llegue la inevitable hora de mi desguace, pero con el postrero toque de orgullo en el mascarón de proa

del que no se lamenta de su destino, ni se arrepiente de haber navegado dentro y a través de ella, que acepta estoico lo que ha sido, es y habrá de ser.

El tiempo pasa, y, fría una mañana, en mi nuca noto el gélido aliento de la parca, y en ese momento sé que la última Moira ya está afilando su tijera.

Respiro profundo, dispuesto a aceptar sin queja lo que el hado me tenga reservado, dejo que la vida se me escape, sin luchar, sin hacer nada por retenerla.

Y justo al final, en el último momento, el segundo antes de que mi vital aliento por fin abandone mi cuerpo, con mis últimas fuerzas me asalta un último pensamiento:

¿Acaso ella fue real? ¿Acaso la soñé? ¿Acaso era cálida y sólida su piel? ¿O quizá no fue más que una etérea musa que existió tan sólo en estos versos?

De seguro ahora hallaré la respuesta, después de muerto, mientras mi exánime cuerpo está siendo arrojado por la borda del tiempo.

De seguro ahora la volveré a encontrar, y por sus aguas, eternamente joven, volveré a navegar, y ya no me importará si antaño fuera o no realidad.

 

 

LOS CUERVOS

 

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(El presente relato es un humilde y personal homenaje al maestro de maestros en el relato corto, cuyo nombre no diré porque sería demasiado evidente. N. del A.)

Corría el mes de octubre del año 1849. Aunque había viajado mucho por todo el país, en esa época vivía yo en la ciudad de Baltimore. Llevaba una vida despreocupada, que se sustentaba, sobre todo, en las muchas rentas que mi familia cobraba, y de las que mis padres me hacían partícipe, y también por la privilegiada posición social que la misma mantenía, que me abría muchas puertas aún sin tener que pagar por ello. De hecho, mi apellido provocaba no pocas genuflexiones allá por donde se escuchaba. Mis únicas preocupaciones eran: convencer a mis padres de que no estaban dilapidando tontamente su fortuna al costearme las mejores universidades, cosa que, por otro lado, sí hacían, pues no me tomaba yo nada bien eso de la disciplina académica, y vivir lo mejor posible, con la diversión hedonista como única meta en mi vida, y con las fiestas, el lujo, los deseos satisfechos en el mismo momento de su generación, hasta el punto de que cualquier mínimo capricho era para mí una pulsión incontenible, y, por supuesto, las conquistas amorosas como herramientas para alcanzar dicha meta.

Un día iba camino de una de tales fiestas, acompañado por mi buen amigo Edgar Allan. De hecho, ni sé por qué lo mento de tal manera, “buen amigo·, pues más bien diríase que su compañía me resultaba enojosa las más de las veces. Era el tal Edgar Allan un buen muchacho y un buen estudiante, siempre presto a aconsejar a los demás y a ayudarlos en lo que buenamente pudiera. Y, precisamente, eso era lo que más me conducía a detestarlo. Despreciaba yo muy particularmente su pretendida santurronería, hasta el punto de que no eran pocas las ocasiones en que aprovechaba para pincharle en público, y ridiculizarlo a tal extremo que el pobre muchacho simplemente escondía la cabeza, cual avestruz, y no volvía a abrir la boca durante el resto de la velada. ¿Y por qué seguía en su compañía pues, podríais recriminarme? Pues lo cierto es que ni yo mismo jamás sería capaz de responder semejante cuestión. Quizá lo llevaba al lado como algunas princesas de Oriente llevan un mono al hombro, para que su belleza resalte más aún, por contraste con la peluda fealdad del animal. O quizá buscaba de su compañía por alguna otra razón que ni yo mismo alcanzaba a entender. Qué más daba eso. Nunca he sido de ese tipo de personas que se plantean demasiado profundamente las cosas.

Pues bien, camino íbamos ambos de una de esas fiestas, retomando el asunto, y hablando sobre nuestros menesteres, cuando nos tropezamos con una anciana mendiga sentada en el suelo que nos pidió limosna. Edgar Allan no dudó ni un momento, y puso unas monedas en el regazo de la harapienta, mientras yo le miraba la cara, completamente ajada, y cuyos ojos no eran más que dos cavernosas cavidades sin vida. Y, no obstante, hubiera podido jurar que, desde el fondo de tales monstruosos agujeros, algo parecido a la vista taladraba, no mi cuerpo, sino mi alma. Sí, juro que la vieja ciega me estaba mirando, aunque ello pudiera parecer una locura, producto de una alucinación. Y eso me inquietaba en extremo, pues no dado como era yo a sentir ninguna inquietud, y sin que hubiera nada que turbara mi ánimo por ningún motivo, la sensación producida me pareció desasosegante.

– Y tú, guapo joven, ¿no le vas a dar nada a esta pobre vieja? – díjome con una voz que parecía tan antigua como si hubiera salido de las mismísimas entrañas de la tierra.

Y, a pesar de ello, en un momento de lucidez recuperé cordura y dominio sobre mí mismo, sonreíle con sarcasmo cual era mi costumbre, y, escupiéndole en el regazo, le dije: – Ahí tienes, vieja, mi saliva vale millones, pues proviene de rancio abolengo -.

Evidentemente, Edgar Allan me miró de manera reprobadora, y durante el resto del camino no paró de echarme discursos pletóricos de moralidad sobre lo reprochable que había sido mi comportamiento con la vieja andrajosa, hasta el punto que llegó a fastidiarme tanto con tanto pretendido aleccionamiento que, finalmente, ya a las puertas de la fiesta, le agarré con violencia por el cuello, delante de todos los asistentes a la misma que iban llegando, y le grité, acercando muchísimo su rostro al mío: – ¡NO ERES MI MALDITO PADRE, NI MI MALDITA MADRE, NI NINGUNO DE MIS MALDITOS PROFESORES, ASÍ QUE DÉJAME EN PAZ! -, tras lo cual lo empujé con fuerza, haciéndolo caer de espaldas al suelo. El pobre diablo sólo pudo mirarme con rostro lastimero, como lo hubiera hecho un perro apaleado. Se levantó intentando no perder la poca dignidad que le colgaba hecha jirones, lo cual me pareció tan patético que casi tuve que contener una carcajada, y, con la cabeza gacha y sin mediar palabra, se marchó.

 

– Bien – Dije para mis adentros – Si se hubiera quedado hubiese terminado estropeándome la diversión -.

Pero, en dicha fiesta, diversión fue lo que menos encontré. Resulto ser tan sólo una más, como todas las demás fiestas, sin nada que la hiciera mínimamente diferente de los cientos de otras fiestas a los que había acudido en los últimos meses. De hecho, me estaba resultando tan mortalmente aburrida que decidí que no tenía ningún motivo para seguir sufriéndola. Y me marché.

Durante el camino de vuelta, volví a pasar por la misma calle donde estaba la asquerosa vieja que nos encontramos a la venida. Y allí estaba ella, sentada en el mismo lugar, otra vez mirándome desde su ceguera, como si no hubiera despegado su pegajosa vista ciega de mí en toda la noche. La calle estaba completamente solitaria. Y, entre la discusión con Edgar Allan, y el poco solaz que encontré después durante la velada que se supone que hubiera debido entretenerme, no tardé en llegar a la conclusión de que, quizá, apalear a esta vieja hasta la muerte me haría sentir algo mejor. ¿Por qué no? Sería una experiencia nueva para mí, algo que jamás había hecho antes, y que quizá me ayudara a deshacerme de esa sensación de aburrimiento que aún me perseguía, como un mal olor que se nos pega a la ropa y a las fosas nasales. Y ante mí tenía a la candidata perfecta. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Sólo era un despojo humano que ensuciaba las calles de mi ciudad. No sólo nadie la echaría de menos, sino que, más bien al contrario, todo el mundo que pasara por aquí se alegraría de no tener que tropezarse con algo tan horrendo que empañara el transcurrir de su día. Así que, si lo pensaba bien y con frialdad, y esto es algo con lo que incluso el pobre Edgar Allan se vería obligado a estar de acuerdo, quitando esta basura de este lugar estaba llevando a cabo un servicio a la comunidad. Así que hacia ella encaminé decidido mis pasos, y, cuando ya la tenía muy cerca, me quité el sombrero y lo dejé en el suelo junto con mi capa, y agarré mi bastón de caoba por uno de sus extremos.

– Así que has vuelto, guapo joven. Aún tengo en mi regazo la limosna que me diste antes. – díjome la vieja con sorna. -.

Y esa voz, grave y terrosa, tan antigua como el propio mundo, me produjo tal repugnancia que tan sólo dio fuerzas a mi homicida empeño. Sin mediar palabra, me acerqué a ella hasta que estuve tan cerca que, de haberlo querido, hubiera podido tocar mis botas con sus arrugadas y asquerosas manos, y, a esa distancia, la miré desde arriba. Ella, a su vez, levantó su cabeza, haciendo sonar todas y cada una de las vertebras de su cuello deshecho, y, una vez más, clavó en mí una mirada que no existía desde unos ojos que no estaban allí. Era imposible, pero la anciana ciega… ¡me estaba mirando! Un escalofrío me recorrió la espalda. No por miedo, pues dadas las inclinaciones de mi carácter, resultábame harto imposible creer en nada sobrenatural. De hecho, ni sabría decir qué me producía tal espanto, ni por qué. Haciendo acopio de todas las fuerzas que en mi corazón palpitaban, levanté el bastón por encima de mi cabeza, con la asesina intención de descargarlo con brutalidad sobre la vieja bruja. Pero ella seguía con su no-vista clavada en mí. Y cual no sería mi terror cuando comprobé que, de sus cuencas vacías, de repente, salieron sendas bolas, de textura parecida al plumaje, brillantes y negras como la noche o el infierno. Y cada una de ellas, para mi espanto, comenzó a deslizarse hacia abajo por su cara, como horripilantes caricaturas de negras lágrimas, al tiempo que crecían y crecían hasta convertirse en dos enormes pajarracos, dos cuervos de terrorífico aspecto, que quedaron ambos posados sobre ella, cada uno sobre uno de sus hombros, mientras ella continuaba mirándome desde su vacío, con una mueca inerte en la cara. Tan horrenda visión me dejó completamente paralizado. No pude, por más que lo intenté, mover ni un músculo del cuerpo. Por más que mi mente le ordenaba a mis piernas que dieran media vuelta y salieran corriendo de allí, estas se negaban a obedecer. Y aquellos cuervos, graznando su terrible melodía, se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos me arrancó el ojo izquierdo, y el otro, el derecho. Mas no pude proferir, no ya un grito, sino ni la más mínima y leve queja, pues incluso mi garganta había quedado completamente inerte, sin vida.

Respecto a lo que pasó después, no sabría explicarlo con exactitud. Me atreveré a relatarlo más mal que bien con las pobres palabras que vaya encontrando improvisadamente a mi paso, pues para describir los horrores del infierno, el lenguaje humano se muestra completamente ineficaz, y jamás podrá describir con exactitud lo que está viendo. Sólo sé que, sin ojos, sentí mi cuerpo desvanecerse, convertirse poco a poco en humo. Y, sin ojos, igual que veía la vieja, yo también vi desde mi nuevo estado como de uno de los cuervos se deshacía también en una negra niebla. Y la niebla en la que yo me había deshecho adquirió a su vez la forma de un cuervo, acaso la misma que acababa de “ver” desvanecerse. Y noté que, con mi nueva forma y mi nueva voz, que cantaba a los misterios de la noche, y mi nuevo oído, que era capaz de entender idiomas antes ininteligibles, una orden silenciosa, no pronunciada en ninguna lengua conocida por el ser humano, una lengua tan antigua como el propio mundo, me instaba a guarecerme en una de las cuencas oculares de la vieja. Esa iba a ser mi morada a partir de ese día. Ahí debía esperar, día tras día, quizá durante meses, o años, o incluso siglos, quién sabe, a que algún otro ingenuo cayese en la temible trampa en la que yo también había caído, y liberase mi alma al sustituir mi puesto en tal infernal morada, como yo había sustituido el alma de quién sabe qué otro desgraciado. De hecho, ni sé el tiempo que ha pasado ya desde aquel fatídico día, pues aquí, en este mi nuevo y repugnante hogar, el tiempo, tal cual lo contaba cuando aún poseía mi humana forma, ya carece de todo sentido. No sé cuánto ha pasado, ni sé cuánto habrá de pasar hasta que mi alma sea liberada. Quizá la espantosa respuesta a tal pregunta no quisiera yo jamás escucharla. Quizá la respuesta sea: nunca más.