EL HOMBRE QUE MORDIÓ AL PERRO

 

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TITULAR DE LA PRENSA DE ESTA MAÑANA:
Esta mañana ha tenido lugar un suceso insólito en una céntrica calle de la ciudad que ha dejado atónito a todo aquel que ha podido presenciarlo.

Un hombre ha agredido a un perro, propinándole un feroz mordisco en una oreja, que a punto a estado de hacer que la pierda. El dueño del animal, después de haber presentado la debida denuncia en la comisaría más cercana, ha llevado a su mascota a vacunar, porque según parece, el agresor bien pudiera tener la rabia, aunque esto aún no se sabe con certeza. – No deberían dejarlo salir a la calle sin bozal – declaró a este periódico el airado ciudadano.

En cuanto al cánido atacante, la policía descarta la posibilidad de que lo hiciera por hambre, pues según todos los indicios, parece ser que había desayunado bien y hacía poco tiempo. Se desconoce pues el móvil de los hechos, por lo que las investigaciones seguirán su curso mientras el detenido pasa a disposición judicial.

 

LA VERSIÓN DEL ATACANTE, PENSADA EN PRIMERA PERSONA:
Iba por la calle, caminando sin saber a donde, mientras en mi cabeza le daba vueltas y más vueltas a la cuestión. No sabía cómo iba a pagar el alquiler de este mes, pues con mi suegra enferma, sin trabajo desde que me habían sustituido como contable de la empresa por una computadora, sin muchas posibilidades de encontrar un nuevo puesto de trabajo a mi edad, y con cuatro hijos que mantener, que además comían como lobos, el asunto no estaba nada fácil.

¿Acaso nos íbamos a ver todos en la calle durmiendo? No podía permitirlo, pues tan sólo de pensarlo me daban ganas de gritar de rabia y frustración. Pero, ¿cómo solucionar esto? ¿Acaso atracando un banco…? No, no podía ser. Siempre he sido muy gafe y muy torpe, y seguro que acabaría pegándome un tiro en el pie yo mismo. Entonces, ¿qué hacer? ¡Dios mío, ilumíname, por favor, estoy desesperado! ¡Muéstrame el camino!

A todo esto le iba dando vueltas en la cabeza, cuando la respuesta a mis plegarias llegó… en forma de caca de perro. Pisé una, resbalé, y caí sobre ella. Para colmo de mis males, encima esto. Durante unos segundos, odié a todo el mundo, odié a la vida, a la gente, a las ciudades llenas de mierda, pero sobre todo, por encima de todas las cosas, odié a todos los perros de este planeta, y los hubiera matado a todos de tenerlos en mis manos. Ellos no tenían preocupaciones, no tenían que pagar agua, luz o alquiler, les daban la comida sin que tuvieran que hacer nada a cambio, tenían donde dormir, continuamente les estaban rascando y acariciando detrás de las orejas, y encima hacían caca en donde les venía en gana. Y mientras tanto, yo llevando una miserable “vida de perros”. ¡Ja! Ya hubiera querido yo en ese momento cambiarme por los adorables caniches de la marquesa de turno que siempre sale en las revistas del corazón. ¡Era intolerable! De buena gana le hubiera arrancado la oreja a uno de un mordisco. Eso me desahogaría, sí, desahogaría toda mi rabia. Vería en él al jefe de mi empresa, a mi “querida” suegra, a los gorrones de mis hijos, al vecino del quinto, con el que mi mujer coquetea todas las mañanas, al del tercero, que tiene un perro que se pasa toda la noche ladrando y no me deja dormir, a todos los perros del mundo, que andan cagando libremente por las calles, y a todos ellos les arrancaría la oreja de un mordisco. Sí, era una idea maravillosa. Así todos conservarían mi marca en sus orejas, y este maldito perro mundo no volvería nunca más a reírse de mí.

 

Y LA VERSIÓN DEL ATACADO, TAMBIÉN PENSADA EN PRIMERA PERSONA:
Nunca le he hecho daño a nadie. Me gusta jugar. Cuando hablo, siempre lo hago con buena intención, buscando juego, aunque no todos comprenden mi lenguaje, a veces sucede que piensan que estoy enfadado, cuando en realidad sólo te estoy pidiendo que me hagan caso. Cuando salgo a pasear, me gusta conocer a otros como yo, correr, saltar, brincar, revolcarme hasta no poder más, y acabar jadeante y feliz. Nunca cruzo la carretera sin permiso del hermano mayor de mi clan, que camina sobre sus dos patas traseras, me da de comer, me hace cosquillas detrás de la oreja y me tira palos para que vaya a buscarlos. Yo no entiendo por qué los tira lejos si quiere después que se los traiga de vuelta. Pero como él manda, yo obedezco. A veces marco mi territorio donde no debo, y él se enfada. Pero nunca es muy severo. Su castigo no pasa de un gruñido, y yo agacho la cabeza y las orejas, y él sabe que no tiene que pasar de ahí. Entonces vuelve a rascarme detrás de la oreja, y la vida vuelve a ser sencilla y feliz. Hasta el otro día. No sé por qué, un perro de esos que camina erguido sobre sus dos patas traseras, sin venir a cuento de nada, me mordió la oreja. Sin ningún motivo. No entendí por qué. Yo no le había hecho nada. Estaba a la mía, corriendo detrás una pelota o una ardilla o un lagarto, o quizá olisqueando traseros, ya no me acuerdo, cuando, de repente, se lanzó sobre mí con los ojos rojos y enseñando los dientes y me mordió la oreja. Me dolió mucho, y mi quejido se escuchó en todo el territorio. Por suerte, el hermano mayor de mi clan estaba cerca y salió en mi defensa, como es la obligación de un hermano mayor. Aunque no me gustó ese perro que camina erguido sobre sus patas traseras, ese que me mordió, me siento feliz de compartir el territorio de mi hermano mayor. Sé que no todos los perros que caminan erguidos sobre sus dos patas traseras son como aquél malo y gruñón que me mordió.

 

MORALEJA:
En toda historia siempre hay más de una versión.

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