ELLA ERA MAR

mar

Siempre buscaba amantes honestos, no con ella, sino con sus propias imperfecciones, porque de hecho jamás le importó un carajo la perfección.

Nunca fui perfecto, y siempre me importó un carajo mi propia imperfección, y por eso ella me eligió, sin ni siquiera preguntarme si yo también quería.

En un principio mi orgullo de macho ibérico me espetó a gritos que no podía ser, que debía ser yo quien tomase el control de la situación.

Pero la primera vez que la vi desnuda me quedé irremediablemente sordo, y ya no volví a escuchar nunca más ni a mi ego ni a mi voluntad.

Su belleza era tan natural que era imposible no amarla como se ama el mar, su temperamento era tan impredecible que era imposible no temerlo como se teme el mar.

Ella era mar, era agua que te empapaba y sal que te escocía en los ojos, y te los dejaba irremediablemente rojos.

Ella era mar, y siempre estaban sus olas chocando contra mis rocas, deshaciéndolas lentamente por acción y efecto de una erosión constante.

Ella era mar, y resultaba imposible saber por dónde irían sus corrientes submarinas, ni cuándo levantarían una tormenta con violencia

que zarandease mi pequeña y humilde barca en medio de tanta y tanta inmensidad oceánica que me hacía sentir perdido y diminuto,

y, de pronto, todo se calmaba, y su superficie volvía a ser otra vez de un pulido azul, tranquila, refulgente de un sol que secaba mis mojados huesos.

Al final, por la práctica y la costumbre, acabé habituándome a navegar por sus aguas, a sobrellevar sus huracanes,

me hice un experto conocedor de su acuática cartografía hasta el punto que grabé en mi memoria cada una de sus playas y sus acantiladas orillas,

me convertí en un experto marinero que controlaba el timón y las velas de mi barca para llevarla hacia las aguas más seguras,

al tiempo que aprendí qué debía hacer para evitar con pericia los escollos que se escondían bajo la aparentemente tranquila superficie,

para leer las señales que auguraban un cambio en el viento, o unas nubes lejanas presagiando tormenta, o incluso una calma inusitada que deshinchara mis velas.

Y, cuando ya había aprendido todo eso y más, cuando ya me había convertido en su particular viejo lobo de mar, un día me abandonó, así, sin más.

No me dio mayor explicación, aparte de decirme que sentía la necesidad de que sus aguas regaran otras playas, que otros barcos surcaran sus aguas,

que ya se había cansado de estar siempre en el mismo lugar, y que debía marcharse siguiendo su propia corriente, para que sus olas pudieran romper en otras rocas,

todo lo cual, para ella, ya eran incluso demasiadas explicaciones: tantas palabras bien hubieran podido ser un manual de uso de un electrodoméstico cualquiera.

Y no me extrañó en absoluto, ni le reproché absolutamente nada, porque a esas alturas ya la había comprendido absolutamente del todo.

Ella era mar, y el mar es indomable, el mar no se puede contener en una botella. Es uno el que debe entregarse a él, y no él a uno, porque él es la libertad más absoluta.

La vi marchar, y me dejó sabor de salitre en los labios y escozor en mis ojos rojos, y la piel más ajada que cuando llegó el primer día.

No obstante, siempre le agradeceré que en sus aguas fue en donde me gradué como marinero experto, y la que antaño fuera una humilde barca,

hoy ya se ha convertido en un precioso y excelso navío, del cual sólo yo llevo el timón, pues soy tanto toda mi tripulación como mi propio capitán.

Ya muchos años han pasado desde que la conocí, y el tiempo ha hecho presa en mí, y hace ya mucho que a navegar no salgo,

pues mis viejos y doloridos huesos ya no soportan el vaivén de las olas, y pareciera que a quebrarse fueran cuando mi nave zozobra.

Mas, no obstante, incluso en la relajada placidez de mis años canos, hay días en que su recuerdo inevitable me moja las manos,

y una ola de mi memoria me asalta inesperada y me deja irremediablemente empapado de su olor, amargo y salado,

y me siento otra vez joven, impetuoso, capaz de navegar los siete mares de su cuerpo, de hundirme en las turbulentas aguas de su siempre insatisfecho deseo.

Mas mi rumbo extravié, y las cartas de navegación perdí, y hoy en día ya no sabría volver a encontrarla en la inmensidad del ancho mundo.

Y me tengo que a mí mismo consolar en mi ajada soledad, rememorando impetuoso aquellos años mozos en que mi quilla hendía su cuerpo.

No obstante, después de alcanzar el extasiado espasmo, me miro al espejo, y tal cual soy otra vez me veo: viejo, solitario y varado ,

esperando en oscuro astillero a que llegue la inevitable hora de mi desguace, pero con el postrero toque de orgullo en el mascarón de proa

del que no se lamenta de su destino, ni se arrepiente de haber navegado dentro y a través de ella, que acepta estoico lo que ha sido, es y habrá de ser.

El tiempo pasa, y, fría una mañana, en mi nuca noto el gélido aliento de la parca, y en ese momento sé que la última Moira ya está afilando su tijera.

Respiro profundo, dispuesto a aceptar sin queja lo que el hado me tenga reservado, dejo que la vida se me escape, sin luchar, sin hacer nada por retenerla.

Y justo al final, en el último momento, el segundo antes de que mi vital aliento por fin abandone mi cuerpo, con mis últimas fuerzas me asalta un último pensamiento:

¿Acaso ella fue real? ¿Acaso la soñé? ¿Acaso era cálida y sólida su piel? ¿O quizá no fue más que una etérea musa que existió tan sólo en estos versos?

De seguro ahora hallaré la respuesta, después de muerto, mientras mi exánime cuerpo está siendo arrojado por la borda del tiempo.

De seguro ahora la volveré a encontrar, y por sus aguas, eternamente joven, volveré a navegar, y ya no me importará si antaño fuera o no realidad.

 

 

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